El sabor de un tequeño en Santiago

Marianne Díaz H.
4 min readMay 12, 2017
La foto es de Caracas a pie, bajo licencia CC BY SA 2.0

Es otoño en Santiago y es difícil lograr que el aceite caliente lo suficiente para freír cualquier cosa. Hace un frío penetrante y húmedo, y la cocina eléctrica, por mucho que me digan que sí, no calienta igual que las de gas. Mi primer intento de hacer tequeños es un fracaso cercano a la catástrofe, pero me los como de todas maneras, porque no es el momento de derrochar queso llanero, tan caro y tan codiciado.

El queso y el café son los dos grandes puntos de tensión gastronómica para un venezolano en proceso de adaptación migratoria. No es cierto que la gastronomía chilena sea pobre en absoluto, pero sus quesos son incompatibles con nuestras preparaciones, y su paladar está adaptado al café instantáneo, lo que resulta una afrenta para una guariqueña cafeinómana como yo. En efecto, el café resulta un tema constante de conversación. Me presentan a una pareja de recién llegados; intercambiamos tips: en La Vega se consigue café colombiano; también coladores de tela, en caso de que no se te haya ocurrido traerte el tuyo. El mío se vino en la maleta, casi con más prioridad que la ropa interior. Es la única manera de encontrar un guayoyo decente: hacerlo en casa. Los chilenos no tienen dificultad en admitirlo: “El café es terrible”, es lo primero que me advierte un amigo cuando le anuncio mi inminente viaje. “Lo preparan agua’o”, me dice, sonriendo, el barista de una panadería venezolana que acaba de abrir en la calle San Francisco. Su principal atractivo: tienen cachitos. Mientras mis amigos en Buenos Aires se quejan de las vicisitudes que implica encontrar harina de maíz, en el centro de Santiago tan solo tienes que caminar un par de cuadras en cualquier dirección para encontrar algún vendedor ambulante ofreciéndote trozos de nostalgia. No están permisados, y es terrible, pero a nosotros nos importa entre poco y nada. Hasta el menos nacionalista experimenta un punto de inflexión psicológico en el que necesita reafirmar su identidad, y qué mejor manera de reafirmar la identidad que comerse un patacón o una buena ración de mandocas.

Sentada en las escaleras de Fanor Velasco 56 -el edificio de extranjería-, el sonido predominante que flota en el aire son las voces de mis paisanos anunciando “empanadas venezolanas, a la orden”. ¿Cómo hacer una cola de dos o tres horas (o cinco, como fue mi caso) si no es con una empanada de pollo con guasacaca? Miro a mi alrededor y reconozco entre las muchas nacionalidades, los rostros estoicos de los míos, una raza resiliente a las colas, a las esperas, llenos de paciencia, pies de plomo, espalda firme.

Cuando llega ese punto de inflexión -el punto en el que la nostalgia te alcanza y te encuentra poniendo a Cecilia Todd en Spotify y comprando una entrada para ir a escuchar a Desorden Público-, el lugar de peregrinación, el verdadero punto de confluencia de la venezolanidad fuera del territorio nacional son los restaurantes abiertos y administrados por venezolanos en todo el mundo. No ha habido una persona que me sirva una cachapa en Santiago sin que yo quiera abrazarla y proclamarla mi hermana para siempre. Para mí, que carezco de chauvinismos inútiles, más que emprendimientos comerciales, estas personas dirigen santuarios; lugares donde se preserva encendida la llama del hogar que un dia espero reconstruir.

Por otra parte, la comida es también el lugar donde se hace más notoria mi extranjería. La traducción constante de aguacate a palta, de maíz a choclo, de frijol a poroto, de remolacha a betarraga, aún no se integra del todo en mis circuitos mentales y es una de las principales causas de la fatiga constante de mi cerebro. Nunca deja de resultarme entretenido explicar las diferencias entre plátano/cambur y plátano/plátano, ni ver las expresiones de extrañeza en sus rostros cuando les explico qué es una tajada. Hago preguntas constantemente: aprendo que el pepino puede ser una fruta, cómo se come una tuna, a qué sabe una granada. Una mañana llevo a la oficina tunjas y pan de guayaba, mientras en las redes mis paisanos se burlan de la campaña gubernamental contra el gluten. El pan sabe a culpa cuando en casa no lo hay, cuando tu gente tiene que hacer horas de fila sin ninguna certeza de encontrarlo.

Igual, pasa los días en que todo lo demás falla y sientes que la realidad te tiene contra las cuerdas, hay héroes silenciosos que hacen delivery de tequeños y de empanadas de pabellón hasta la puerta de tu departamento. Basta un mordisco para saber que Venezuela es un lugar que se lleva dentro, y que este dolor indefinible y perenne en el centro del pecho es al mismo tiempo el corazón y la boca del estómago, un vacío que solo se llena extendiendo la mano hacia el otro, que solo se llena cuando horneas una torta con la receta de tu mamá, y otra persona la prueba y te dice “es idéntica a la torta que hacía mi abuela”.

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Marianne Díaz H.

Escritora. Abogada. Librepensadora. Pirata. Cafeinómana. Opinóloga. Defensora de la cultura libre. Spreading myself too thin since 1985.